jueves, 22 de diciembre de 2016

*

(pienso)
una poesía del cotidiano
una poesía orgánica

orgánica porque está viva:
respira conmigo,
camina conmigo
tiene un organismo de retazos del día a día:


el tren y sus ruidos, la luz y reflejos en sus ventanas
la adrenalina de la bici a la noche
el miedo con sus dientes destrozando mis noches de pesadillas
las horas de lectura sillón con lámpara que titilan de baja tensión
el sol en las ventanas de frente, el reflejo en las de atrás
el sudor en las piernas de colectivo, lleno de hora pico
el olor a comida, a café, a tostadas
el aire de ventiladores, de acondicionados, de afuera
la lluvia en balcones, patios, en calles que recorro o recuerdo

la lluvia sobre la piel

las bocinas, los rigntones,
la música monótona de auriculare, publicidades
el "bip" molesto de las aplicaciones

el abrazo en las paradas,
a la ida,
a la vuelta
a propósito

los parques repletos, los parques vacíos
las hamacas, los gimnasios y sus espejos
los olores de una ciudad en verano:
el aliento a cerveza, la transpiración

las camas desechas
en la urgencia del amor que no da tregua
de cuerpos que se comparten
mientras camino al trabajo.


el fin de año, los balances
las despedidas, los regalos


una poesía crónica
inagotable
 de ciudad.

domingo, 15 de mayo de 2016

*

Un otoño perpetuo
en el jardín que habito
desierta

un Fa sostenido
entre ventanas
de par en par
abiertas al vacío

una pregunta
flotando sobre

miércoles, 27 de enero de 2016

El viejo y el avión



El viernes fui a tomar café “a la esquina” de casa. El calor era agobiante. Las paredes hervían y los ventiladores no podían solucionarlo. Los cuartos me quedaban chicos, necesitaba aire.
Pensé: sí, aire acondicionado. Eso y la ilusión de tomar café como si el cuerpo lo deseara. Sí, café y un libro. Ése que me mira desde el escritorio y la fatiga que me retiene en la cama me impide alcanzar.
Enero en la ciudad, sin viaje posible, la cabeza llena de cosas pero con la firme decisión de leer. Leer-me varias historias, completar el hambre que durante el año es imposible de saciar.
El impacto es peor de lo que esperaba. La calle está vacía y llena de vapor. Camino rápido y tratando de seguir los pocos huecos de sombra. Pero el café al que quiero ir está cerrado. Vacaciones, claro.
Me odio por cinco minutos: por snob, por no ir al primero que pasé de camino a éste. Aunque, en el fondo, sé que había elegido ése porque es el único en el que no ponen radio ni tele.
El enojo dura poco porque el sol apura. “Cualquier café que tenga aire”, me limito.
Casi corro hacia atrás ante la mirada atónita de quienes me vieron ir hacia adelante minutos antes, pararme frente a una puerta (el café es en una casa vieja) y volver. Entro al primer bar que encuentro.
Está bien: aire ni muy ni tan. Radio, obvio de hits. Tele, obvio de chismes. Poca gente, solos/as.
Me siento cerca de una de una ventana, pido café y noto que soy la única mujer. El resto: hombres solos que almuerzan o toman café, fumando o leyendo el diario.
Leo. Por casi dos horas, leo. Pero, ah, el café es un microcosmos: las historias se cruzan y los relatos hablan entre sí aún al ignorarse. Alguna voz tiene que ganarle a las otras, el barullo lo pide y ahí comienza la conversación tácita de narraciones.
Levanto la vista justo cuando las de atrás empiezan a hablar de un viaje y la puerta de adelante se abre. Una pareja de viejos se ubica en la mesa frente a la mía.
Él me llama mucho la atención: altísimo, con anteojos grandes de marco finito y una chomba del color de sus sandalias (gigantes también), entra y se sienta haciendo muecas, chistes y comentarios a su mujer. A ella no llego a verla, se sienta rápido de espaldas a mí.  Él sigue con los chistes: su boca se abre y cierra, los ojitos brillan detrás de los vidrios. Su pronunciación arrastra un poco las letras así que no entiendo qué dice pero, a juzgar por las risitas y miradas de ella, deben ser cosas sobre el bar y los mozos.
Se conocen y repiten esa escena hace mucho: se les nota en los gestos, la tranquilidad con la que cumplen sus roles. Ella se levanta y la veo. Pequeña, pelo corto enrulado, pollera larga y musculosa. Él la mira, sin enojo o sorpresa, más bien búsqueda de complicidad. Pero ella sigue con su lectura.  Un minuto después, el viejo encuentra la solución: suave aunque decidido, se pone a plegar un avioncito con la servilleta.
Lo hace increíblemente bien, con la destreza de los chicos en el colegio, con esa magia de plegar y plegar bajo el pupitre, contra reloj, mientras la maestra copia y copia en el pizarrón.  Dobla cada alita como si temiera herir al papel. Lo mide y sopesa: arregla cualquier desperfecto. Su cara sigue los movimientos de las manos con fascinación y risa.
En cuanto termina, lo agarra firme, mira orgulloso su obra y sin dejar de reírse (aunque mordiéndose el labio para calcular bien) se lo tira directo a la esposa. Le cae-asumo-entre el escote y la pollera. Ella, como la maestra que recibe el pinchazo en la nuca sin esperarlo, levanta la vista y mueve su cabeza hacia ambos lados. Desde mi mesa, intuyo en el gesto una leve sonrisa que, como la de la docente, denota enojo por el atrevimiento, risa por el juego, la cara del atacante.
Y ahí nomás, lo desdobla y se limpia la boca, despacito, dándole tiempo al avión para volver a ser servilleta. Él la mira y le brillan los ojos: ya no de risa, de otra cosa.

domingo, 24 de enero de 2016

**

Me regalaron un prisma
cóncavo de metal finito
por mi cumpleaños,
una constelación mínima
justo como la forma del universo:
un conjunto de aristas
 filosasunidas
------por----------
los--------bordes

un vacío para el ojo
un pasaje para la voz,
la luz lo atraviesa
sin colores
purolimpio
blanco posibilidad

hoy se lo ofrendé
inconsciente
a las vías del tren
sin poesía ni ritual
se desprendió de mí:

me dejó atrás
para seguir girando.

*

Cargo de la sabia natural
la sangre
mitad humana mitad mezquina
que me habita y tracciona

le devuelvo a la pupila
el latido:

ese sonido de gotas
que chocan contra la tierra que las recuerda
que viajan en el viento antes de nacer

esa nostalgia de semilla en brote
ese dolor
ese grito
el primero, el irremplazable

la presión en la sien al ingresar al agua
la sinestesia del parto:

partida del agua primera.


lunes, 18 de enero de 2016

Primeras tomas del verano 2016

Hace más o menos un año y medio comencé a sacar fotos analógicas. Le pedí la vieja cámara familiar a mamá (una Olympus compacta que viajó desde Alemania en el bolso de la abuela) y empecé a disparar.
"Anda mal." Había dicho mamá. "Algo se trababa, ¿te acordás?"
Ahora que lo pienso, mamá era siempre la que sacaba fotos: en las fiestas, los cumpleaños, vacaciones. Obsesionada con  "la toma perfecta" de la familia (aquella que ampliaría gracias a la promo del verano y pondría en algún estante de la amplia biblioteca) nos sacaba miles de fotos. A mí, en lo personal, me irritaba bastante: le temía a mi imagen reflejada en ese papel brilloso, en ese instante robado sin retorno. Sin embargo, viéndolo en perspectiva creo que era sólo una cuestión de posciones: mi lugar estaba detrás y no delante de la cámara.
Mi primer rollo se consumió enseguida: el color amarillo y la sorpresa lo guiaban. Busqué entre todos los espacios del día-a -día aquellos detalles que hacían vibrar a este color, más allá de las políticas y sus apropiaciones.
Después, ya no pude parar.
Rollo tras rollo, la misma sensación: una búsqueda de historias, de relatos gestándose sin terminar. Jamás. En el fondo, y mirando hacia atrás (que aquí querría decir mirando las cientos de fotos que saqué hasta hoy) la fascinación se mantiene intacta. Hay siempre una narración interrumpida entre el "click" y el cambio de fotograma; un diálogo tácito e irrecuperable entre el fuera de campo y su continuidad impresa y capturada en la foto.
Algo del estar y no, del contar y callar se halla siempre presente en cada toma que hago, que veo. Las historias se escurren en fragmentos, invitaciones al relato. Nunca están completamente allí: chocan entre sí pero no se dejan atrapar. Siempre están cambiando de orden.
La memoria del/ la fotógrafo/a ( contracara de la curiosidad del/la espectador/a) no puede retener todos los detalles de cada captura- 36 exposiciones después lo mínimo se diluye- y allí la cadena comienza: las asociaciones son infinitas, los relatos-por suerte-también.